lunes, marzo 07, 2005

Manual del bien morir.

Inapasionable, salió expulsado del cuarto de hotel después de haber ocupado un cuerpo más. Con el aspecto putrefacto de un muerto, caminó a lo largo del pasillo dejando su fugaz alegría embarrada en sus pisadas. Bajó los doce escalones que separaban su placer de las sábanas y en cada uno pidió una deseo que nunca se cumpliría. Vio al conserje en la semioscuridad, aplastado sobre sus obesas carnes las cuales cada instante se desbordaban más a lo ancho de la silla.

- ¿Cómo vas? Encárgate de limpiar mi cuarto, ya sabes lo que tienes que hacer.

- ¡Claro que sí señor! Le recuerdo que este último mes su cuenta se ha incrementado...

- Está bien, no te preocupes por el dinero.

Gordo inútil, con tal de que las moscas no tengan un festín. Llueve, al menos no tendré que bañarme para quitar el sabor amargo del sexo y el olor agrio que su sudor dejó impregnado en todos mis poros.

En el cuarto, el gordo apestoso ponía en una sábana blanca todos los despojos que encontraba.

- ¡Maldito loco, carnicero! Esta vez casi no dejó nada para poder disfrutar.

Se quitó la ropa frente al espejo descubriendo lentamente toda la grasa que formaba parte de él y la palpó al ritmo que su cadera le dictaba, se recostó junto al cuerpo que había sido poseído hacía un momento y cubrió con sus pellejos el calor que empezaba a dispersarse por toda la habitación.

Después de dar unos pasos al través de la neblina, sintió asco de haber estado en un lugar que día a día había sido invadido por alguien desconocido, y experimentó nauseas al pensar que la sebosa carne de su cómplice estaba tratando de extraer un poco de vida a la mujer aquella, que había muerto hacía mucho tiempo.

“¡Que los débiles y los fracasados perezcan!, primer principio de nuestro amor a los hombres. Y que se les ayude a bien morir”.

Recordó la frase extraída de una de sus lecturas favoritas y la rumió por un momento antes de vomitar los fluidos que había bebido de su compañera de habitación. Lentamente, con el andar de quien ha vivido todo, caminó hacia la farmacia en busca de alcohol para desinfectar su piel marchita, compró también una navaja de afeitar para quitarse la apariencia de los años y regresó al hotel con la convicción de que esa sería su última noche; la última noche de comer alimentos enlatados, la última noche de estar acompañado y solo, la última noche de mentir sobre su identidad, la última noche de usar el disfraz que la piel le proporcionaba, la última noche, la ultima noche...

De vuelta en el hotel barato, tomó la escopeta que el gordo usaba para espantar a los ladrones y subió a su cuarto con la sonrisa estampada en el rostro que tiene todo aquel que se ha libertado de sus cadenas.

Entró sigiloso y decoró la cabecera con los sesos inservibles de un hombre grasoso, que había abandonado la vida después de sentir como su corazón estallaba en un violento orgasmo.

Tomó el rastrillo y se despojó de todo rastro de vello arraigado en su semblante, como si con ello volviera a nacer, vertió el alcohol sobre su cuerpo y se sentó a contemplar la imagen de dos ángeles muertos, manchados por el pecado de sus pieles.

Con el poco filo de aquel artefacto que no sabe fallar, absolvió a los cuerpos paganos, arrancando con pasión la envoltura en la cual sus almas descansaban. Cortó el sexo del gordo y lo introdujo en la boca de su amante antes de poseerla por última vez, ya que no pudo resistir la tentación.

Recitó las oraciones que su madre le cantaba al oído para que durmiera en paz, y se sacudió el pasado de la mente con la escopeta que lo acusaba de pecador.

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