viernes, marzo 30, 2007

Apología

Se dice que un loco es aquel que actúa instintivamente, sin pensar. Uno de los primeros prejuicios que aprendemos es que el hombre se encuentra en la cima del reino animal debido a su fabulosa capacidad de razonar, como si la conducta animal, que implica los instintos y la insensatez, rebajara nuestra calidad de seres humanos. Parece que hemos olvidado el largo proceso de la naturaleza que nos hizo cambiar hacia lo que somos.

La razón se ha impuesto a la locura, asfixiándola, reprimiéndola, argumentando una mejor existencia, pero no ha logrado suprimirla; de esta manera se ha establecido una lucha constante entre la parte animal y la cara racional del hombre, ésta es loable y aquella digna del destierro; sin embargo todo tiende al equilibrio y las sensaciones no pueden estar sumergidas por mucho tiempo, para emerger necesitan despojarse de sus cadenas, pero en un mundo dominado por la razón y las costumbres correctas hace falta un buen pretexto para justificar un comportamiento salvaje.

Tal vez ésta sea una explicación por la cual el género humano tiende a buscar algo que lo ponga en contacto con su interior, algún ardid que conserve el vínculo con la parte eterna de la naturaleza olvidada, un espacio y un tiempo apartados de la realidad donde no es menester sofocar a los instintos, donde el alma puede mostrarse en todo su esplendor.

Estas palabras buscan rescatar los vínculos que existen entre la personalidad racional y el comportamiento animal, carente de sentido, para mostrar que la espiritualidad del hombre en cualquier tiempo y espacio puede entenderse como un desesperado intento por hallar un punto donde los instintos y la razón puedan actuar en la misma realidad, un lugar donde la humanidad pueda trascender.

El grado de desarrollo de un pueblo puede medirse por medio de su cultura; los conceptos que se tienen sobre la vida, el sexo y la muerte son un indicador del camino que se seguirá para construir la historia.

La imaginación busca explicar una realidad que tiene un ritmo propio, al dejar de divagar se convierte en una forma de expresión, crea símbolos que al ir más allá de las limitaciones impuestas por los sentidos permiten que el ser humano alcance un equilibrio momentáneo con el mundo que lo rodea.

Se podría pensar que los dioses comenzaron su carrera como poderes de la naturaleza, pero que después de un tiempo se les otorgaron otras funciones y atributos por parte de sus seguidores, los cuales deseaban algo más de ellos que sólo el dominio de los elementos, de esta forma les atribuyeron potencias relacionadas con la mente y los sentimientos humanos. Después los dioses se convirtieron en los dueños del mundo e hicieron lo que se les antojó; formaron una sociedad que sería equivalente a la sociedad humana si los hombres fueran capaces de dejarse guiar por sus deseos sin ningún riesgo ni fracaso. Ahora somos dioses, podemos conseguir cualquier cosa con poder o dinero, hemos olvidado que el hombre no es el centro del mundo sino una parte de él.

Las máscaras forman parte del instinto salvaje, por medio de ellas es posible transmitir la experiencia de la vida en todo su esplendor, una experiencia ambigua que da la impresión de cercanía y lejanía, una especie de existencia apartada de todo lo vivo, ajena al temor.

La violencia está implícita en la cultura, distintas mitologías consideraban a los cazadores como seres divinos, incluso el cazador más grande se caracterizaba por atrapar viva a su presa, en el feroz culto dionisiaco los animales eran desgarrados vivos y su carne era comida cruda, en estas ocasiones se recordaba la vida agresiva y asesina, se regresaba al punto en el cual el hombre se confundía con la naturaleza. Cuando el hombre no tenía más armas que sus manos y sus dientes para sobrevivir era indispensable que se dejara guiar por sus instintos, cada vez que salía victorioso de una cacería experimentaba la trascendencia proporcionada por la liberación, como si la sangre de la víctima fuera un elixir otorgado por un poder superior para hacerlo participar de su experiencia eterna, como si la mística embriagara al alma con su valioso licor.

En algún momento las ideas se impusieron al placer, tal vez por el gran peso que Platón tuvo dentro del pensamiento occidental, lo paradójico se encuentra en que tal vez el gran filósofo se inspiró en Creta para hablar de la Atlántida, pero lo que más interesaba a la cultura minoica en el aspecto cultural era su unión con la naturaleza y su forma trascendental de ver al mundo.

Aún en la actualidad cualquier exceso sigue siendo un buen catalizador de los instintos humanos, quizás ahora necesitamos de celebraciones más violentas para desahogarnos, debido al estilo de vida que llevamos, sin embargo aún conservamos el comportamiento impulsivo como una forma de expresar nuestra personalidad, como un medio en el cual pueden verse reflejadas nuestras costumbres y nuestra forma de enfrentar la vida, donde la razón cede su espacio para permitirnos alcanzar una armonía momentánea con la naturaleza.